Por Merlina Gutiérrez Blaiotta.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
El arsénico es un elemento natural que se encuentra en el suelo y los minerales. A simple vista, su presencia parece inofensiva, pero la población argentina está expuesta a él desde hace más de un siglo. En internet abunda la información y las noticias sobre esta problemática; sin embargo, la burocracia de los gobiernos provinciales y nacionales sigue creciendo, retrasando las medidas para reducir su impacto en el agua.
El arsénico pasa desapercibido porque todas las solicitudes de acción para resolverlo quedan archivadas. Un conocimiento profundo del problema podría generar miles de demandas y amparos contra el Estado argentino si se demuestra la intención de ocultar información pública y el consecuente daño físico irreparable a sus víctimas.
La situación se vuelve aún más alarmante con los nuevos índices revelados por las investigaciones. Para estos casos, se toman como referencia los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la cual define un valor límite para el arsénico en aguas potables de 10 microgramos por litro. Sin embargo, el Código Alimentario Argentino establece un límite mucho más alto: 50 microgramos por litro. ¿Debemos culpar a las napas de la tierra o a la erosión de las rocas en los acuíferos? Sí, pero solo para explicar cómo este contaminante llega al agua, no para justificar con «causas naturales» las consecuencias de una contaminación inmensamente desproporcionada en los seres humanos.
Mapas elaborados por diversas universidades del país ilustran de manera preocupante las zonas más afectadas: el centro de Argentina. Entre ellas, las provincias de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, según investigadores de la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Algunas ciudades bonaerenses ya han declarado la emergencia hídrica debido al alto contenido de arsénico en el agua.
Es importante advertir que a nivel nacional se investiga el vínculo entre este elemento y el cáncer infantil. Existen registros claros (nuevamente, según datos de la OMS) sobre su estrecha relación con abortos espontáneos, vómitos, dolor abdominal, diarrea, entumecimiento y hormigueo en las extremidades, calambres musculares, complicaciones pulmonares y respiratorias, además de un mayor riesgo de cáncer de piel, pulmón e hígado.
La excusa para no abordar la crisis y “cajonear” la alarma hídrica es la de siempre: el alto costo. Las plantas móviles de abatimiento de arsénico son una opción para combatir la contaminación, pero incluso existen métodos más simples y menos costosos para su remoción. Históricamente, se ha utilizado la ósmosis inversa, un proceso que remueve el arsénico mediante una membrana eléctrica. Sin embargo, en Santa Fe se ha optado por otra estrategia: la colocación de acueductos que separan el agua de consumo del agua utilizada para limpieza e higiene, creando una red paralela con el arsénico eliminado.
Alertar a la población es un primer paso, pero se necesitan acciones concretas y organización barrial para presionar a los municipios y gobiernos. No se puede simplemente pedir a la gente que deje de consumir agua de la canilla si no existen sistemas de purificación accesibles en todo el territorio afectado. La advertencia no puede ser: «Dejen de tomar agua del grifo y compren purificadores domésticos para sus cocinas». ¿Qué costo deben afrontar las familias? ¿Pueden pagarlo? ¿El Estado es responsable?
La solución a esta problemática no puede ser individual cuando afecta a millones de argentinos; estamos ante un problema de salud pública. Como en todos los conflictos ambientales, la única manera de abordarlo es exigiendo al Estado políticas públicas que garanticen el acceso a agua segura. La salud es un derecho, pero en Argentina se pretende comprarlo con purificadores de agua.
En un contexto nacional donde los recortes en salud y educación dominan la agenda del gobierno para saldar la deuda con Estados Unidos, debemos ir más allá de un simple proyecto legislativo. Es necesario exigir medidas concretas con voz y ruido en todo el país.