Hace unas semanas, mi hermano me sugirió leer a Juan Gabriel Vásquez. El libro recomendado fue Volver la vista atrás, una novela que, a través de la vida rocambolesca del cineasta colombiano Sergio Cabrera, retrata una familia asediada por los conflictos políticos y el fervor ideológico del siglo pasado.

Sin necesidad de esperar a que el escritor bogotano recibiera un gran premio que justificara la llegada de sus libros a Honduras, al día siguiente ya tenía la novela en mis manos. Unas semanas después la había terminado, entusiasmado por haber descubierto a un escritor latinoamericano de semejante calibre, especialmente cuando la literatura en español resiente el vacío dejado por la muerte de Mario Vargas Llosa.

Tras leer Volver la vista atrás, adquirí otras novelas y ensayos de Vásquez, que ahora esperan su turno en la lista de lecturas para los próximos meses. Este acceso inmediato y amplio a su bibliografía hubiera sido impensable sin el dispositivo que ha transformado por completo mi vida cultural en Honduras: un lector electrónico.

En un país donde los antiguos cines son reconvertidos en iglesias evangélicas y los pocos teatros nacionales se alquilan para bodas, invertir algo más de cien dólares en un lector digital me permitió escapar del árido panorama literario hondureño.

Pocas capitales resultan tan ásperas para las librerías como Tegucigalpa. Para citar algunos ejemplos cercanos, en Guatemala existe Sophos y en Costa Rica la Librería Internacional, dos espacios que dignamente cubren las inquietudes de sus lectores. En ambos lugares, por ejemplo, la obra de Vásquez está disponible.

En cambio, en Honduras, las pocas librerías que resisten lo hacen vendiendo mayoritariamente libros en inglés, clásicos, bestsellers o textos que alimentan esa extraña fascinación hondureña sobre el nacismo. Ignorando las librerías religiosas o las estatales, no se critica a los otros espacios, pues todos hacen un esfuerzo independiente por sobrevivir en una sociedad donde un libro sigue siendo considerado un lujo. Así, sus catálogos a menudo están condicionados para una población bilingüe con mayor poder adquisitivo.

La limitada oferta literaria en el país no es responsabilidad exclusiva de sus librerías. Como he dicho, se aplauden algunos esfuerzos de amantes de la lectura por acercar los libros a la ciudadanía. Sin embargo, el país arrastra rezagos educativos y culturales que les limitan. Exigirles más sería desconocer las dificultades del sector en un contexto donde la escolaridad promedio es de apenas 7.4 años y las clases pudientes nunca han tenido interés por la cultura.

Bajo este escenario, resulta indignante que el Estado destine cerca de 80 millones de lempiras para imprimir cien mil ejemplares de un libro propagandístico de Manuel Zelaya Rosales, o que la editorial pública promueva y considere como literatura sus publicaciones sobre la presidenta Castro.

A pesar de todo, no debemos resignarnos a la corriente nacional. Si contamos con los medios, debemos buscar maneras de escapar del desierto. Para un lector hondureño, un libro digital puede ser tan esencial como Mubi o Filmin para los cinéfilos que buscan películas que las cadenas locales excluyen de sus carteleras. O como Spotify para los musicólogos, que encuentran en ella una vía para acceder a música que de otro modo sería inaccesible.

El acceso a grandes librerías como la Casa del Libro o la Gandhi, nos aleja del ostracismo y nos permite estar en contacto con las mejores creaciones literarias del mundo, tanto de la vanguardia como del pasado. Con un lector digital, somos nosotros quienes decidimos qué leer y a quién leer, y no estamos orillados a los mismos libros que se repiten en las pocas librerías existentes. Gracias a esta herramienta, se puede acceder a obras que nunca han pisado tierra hondureña, aquellas presentadas en las principales ferias de libros internacionales.

Para un lector nacional, abandonar el papel no es un trauma si a cambio se nos permite acceder a lo que antes era inasequible. Es cierto que con la tecnología se pierden placeres como voltear una página o la posibilidad de heredar una biblioteca familiar. Los más románticos pueden ser críticos al cambio. Pero, en este mundo digital, ahora tenemos a nuestra disposición un catálogo literario universal, algo que hace unas décadas habría sido impensable.

Así como a Vásquez, recientemente pude leer Noviembre, la novela del escritor salvadoreño Jorge Galán, a quien conocí a distancia, siguiendo la última edición del festival Centroamérica Cuenta, impulsado por el autor nicaragüense Sergio Ramírez. Basada en el asesinato en 1989 de los jesuitas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) durante la guerra civil salvadoreña, Galán reconstruye uno de los crímenes más atroces de ese conflicto.

Sin YouTube, es probable que no hubiera conocido a este escritor salvadoreño. Sin un lector digital, difícilmente habría tenido acceso a su obra. Así, en un país como Honduras, siempre alejado del pulso internacional, el buen uso de la tecnología nos acerca a lo inaccesible y nos permite tener ante nuestros ojos esa Biblioteca de Alejandría que es el vasto mundo literario.

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