Por: Dilmer Álvarado
Ahora que se habla de paz, también es necesario hablar de lo que la precede: la guerra.Y no, la guerra no es solo un mapa de bombas y números. Es una radiografía moral de nuestro tiempo. Una radiografía que revela la enfermedad más extendida: la comodidad del silencio.
Durante demasiado tiempo, el mundo ha sido testigo de una devastación que supera todo límite moral. En Gaza, barrios enteros han desaparecido del mapa, las familias viven entre ruinas, los hospitales funcionan sin medicamentos y la comida se ha convertido en un privilegio. Lo sabemos, lo vemos, lo compartimos. Y, sin embargo, muchos han seguido como si nada. Nos indignamos un día, hacemos un comentario, y luego pasamos a lo siguiente. La empatía, cuando la hay, se vuelve fugaz como una historia en redes sociales.
En medio de esta tragedia, la ONU ahora dice estar “lista para salvar la mayor cantidad de vidas posible”. Pero las palabras sin acción son solo ruido. Nadie se atrevió a hacer cumplir la ley internacional ni garantizar lo más mínimo: un corredor humanitario. Las instituciones internacionales, atrapadas en su propia burocracia y miedo, han optado por mirar hacia otro lado mientras el derecho se convierte en papel mojado. Por desgracia nada nuevo.
La Flotilla de la Libertad, en cambio, hizo más que todos los discursos. No llegó a su destino, pero logró algo más profundo: obligar a pensar. Recordar que aún hay personas dispuestas a poner el cuerpo donde los gobiernos ponen excusas. Hay personas que son luciérnagas en la noche.
En toda guerra hay quienes pierden y quienes creen ganar. Los grandes perdedores son los pueblos. Pierde el pueblo palestino, sometido a un genocidio documentado ante los ojos del mundo. Pierde el pueblo israelí, que también carga con sus muertos, sus rehenes, sus miedos. Los supuestos ganadores son siempre los mismos: Benjamin Netanyahu, sostenido por una política del odio y la ocupación; y Donald Trump, que se proclama artífice de una paz hipócrita mientras celebra el fuego que su país ayudó a encender.
Pero no hay guerras que se ganen. Una guerra sirve para que la pierda todo el mundo.Y para que, más temprano que tarde, otra guerra venga a vengar a los muertos.
La paz que hoy se negocia no puede ser una pausa para la siguiente violencia. Una paz sin justicia, sin dignidad, sin memoria, es solo una tregua disfrazada. No hay paz verdadera si no se reconocen los derechos del pueblo palestino a vivir libre, a tener Estado, a existir sin ser condicionado por su ocupante.
En Honduras, el gobierno ha tenido el valor de llamar las cosas por su nombre: ha hablado de genocidio. Pero ahí se detuvo. Entre la ética y la geopolítica, siempre gana la conveniencia. No se ha roto con Israel ni se ha impulsado ninguna acción diplomática coherente con esas palabras. La tibieza se disfraza de prudencia, y la prudencia termina siendo complicidad. Los gobiernos, cualquiera, rara vez actúan por convicción moral: solo lo hacen cuando la presión ciudadana los obliga. Si no hay presión sostenida, si el reclamo se apaga, el poder se acomoda. Cómodo en su tibieza, vestida con una kufiya.
La comunidad palestina hondureña —una de las más grandes y tal vez, de las más influyentes del mundo— también carga con ese silencio. No se trata de pedir gestos heroicos, sino coherencia. Quien tiene voz, poder y raíces no debería darse el lujo de mirar hacia otro lado. Callar frente al dolor no es neutralidad, es una forma de renuncia moral. Pero tal vez, es entendible: pensar demasiado duele.
La maldad no siempre se disfraza de odio; a veces se disfraza de rutina.No se necesitan monstruos para sostener una injusticia: bastan ciudadanos obedientes, burócratas prudentes, gente normal que decide no incomodar ni incomodarse. Esa es la verdadera banalidad de nuestro tiempo: una humanidad que ha hecho de la indiferencia su modo de supervivencia.
Pensar, en este contexto, es un acto político. Exigir, denunciar, sostener la mirada donde duele, es una forma de resistencia. No hace falta ser héroe, basta con no ser cómplice.
El alto al fuego que hoy se discute debe ser solo el primer paso, no el punto final. Porque una paz que no reconozca el derecho del pueblo palestino a la dignidad, a un Estado independiente, libre y soberano, no será paz: será apenas el silencio antes de la próxima guerra.


