Si ser un verdadero artista significa recorrer con rigor los senderos del lenguaje artístico, si es aquel que se reinventa junto a su obra, quien entrena y afina su mirada, quien desafía su propia historia, quien aprende a dominar con destreza sus pulsiones y transformarlas en algo trascendental… si todo eso puede definir a un artista, Aurelio Martínez, sin lugar a duda, lo fue.
Hace 56 años, Aurelio nació en Plaplaya, en la última comunidad garífuna al este de Honduras, en el corazón de una selva fascinante que, después de sobrevivir la conquista, las colonias europeas y el fracaso republicano, ahora agoniza bajo el peso de un narcocapitalismo que amenaza con devorar sus tesoros, su cultura.
En un país donde apenas conocemos las vidas de sus artistas, nos vemos forzados a completar sus biografías con la imaginación, hilando sus trayectorias a través del impacto de sus obras. Con Aurelio, hablamos de un caso único en Honduras.
La historia de Aurelio es la de un joven de Plaplaya que, como ningún otro, se transformó en el artista hondureño más universal. Un músico cuyo talento no solo incendiaba las noches de La Ceiba con su «Pompis con Pompis», sino que también lo llevó a compartir estudio con gigantes como Youssou N’Dour.
Crecido en una región sistemáticamente olvidada por el Estado hondureño, no es difícil imaginar que Aurelio se forjó en una comunidad sin servicios públicos, donde la atención en salud y la educación parecen aún más propias de siglos pasados. Sin embargo, es fácil suponer que, criado en una de las culturas originarias más musicales del continente, el pequeño Aurelio vivió rodeado entre el rumor del mar Caribe y el sabor vibrante de la música garífuna.
Con casi cuarenta años de carrera, Aurelio transitó por diferentes etapas musicales, pero nunca abandonó sus raíces. Fuimos nosotros, su público, en Honduras como en Japón, quienes a través de sus discos, aprendimos por primera vez la melodía de su idioma, el ritmo profundo de sus ancestros. Tal vez por eso a nosotros, los ladinos, la música de Aurelio nos parecía tan extranjera como nacional.
Aurelio llevó su herencia musical a otras latitudes sin traicionarse jamás. Junto a figuras como Guillermo Anderson, Andy Palacio y de la mano de proyectos como el Garífuna Collective, también con productores de renombre mundial, universalizó reinterpretando la música que escuchó desde su infancia en Plaplaya.
Martínez no modernizó la música garífuna hondureña porque quisiera romper con su pasado, sino porque entendía que la cultura es un ser vivo que crece y madura. Reconoció que, para honrar su tradición musical, debía también conectarla con otros ritmos del mundo, que, al igual que el garífuna, forman parte de ese patrimonio universal de la humanidad. Así, sin dejar nunca de ser un poblador de Plaplaya, Aurelio se convirtió también, en un ciudadano del mundo.
Como toda persona con inquietudes, Aurelio nos deja muchos Aurelios. Tras su muerte, habrá quienes recuerden al cantante de los Gatos Bravos, al de los Bravos del Caribe, al músico producido por Akira Tomita, al mejor bailarín de los proyectos de Anderson, a esa voz que tan perfectamente acompañaba la guitarra de Guayo Cedeño, al Aurelio del Santo Negro. Habrá quien también lo recuerde como diputado, aunque su paso por el Congreso no haya sido tan prolijo como en la música. Aunque, pensándolo mejor, es probable que, todos esos Aurelios hayan sido siempre uno solo.
Recientemente, un grupo de expertos incluyó su disco Laru Beya (2010), dentro de los cien mejores discos de la historia de América. ¿Cómo un joven de Plaplaya alcanzaría tal reconocimiento? Tal vez porque Aurelio, por encima de todo, fue un artista en el sentido estricto de la palabra