Pocas familias han incomodado y desafiado tanto a los Ortega-Murillo como los Chamorro. Lo hicieron en las urnas en 1990, cuando Violeta Barrios puso fin a la primera etapa del sandinismo en el poder, y lo siguen haciendo hoy desde el exilio.
Guardando las proporciones, como Stalin frente a Trotsky, las dictaduras nicaragüenses han visto en esta familia una amenaza que debe ser neutralizada. Primero fue la dinastía Somoza y hoy el orteguismo, quienes la persiguen por representar los valores republicanos que las tiranías deben suprimir para perpetuarse.
El reciente fallecimiento de Violeta Barrios de Chamorro, conocida en Nicaragua simplemente como doña Violeta, vuelve a colocar su país en la agenda internacional, a esa sociedad que no ha conocido una democracia plena en más de un siglo, soportando cincuenta años del somocismo y dieciocho años (y contando) de la dictadura de los Ortega Murillo.
La familia Chamorro conoce bien lo que son las dictaduras. El sepelio de doña Violeta en San José, Costa Rica, fue un acto íntimo y a la vez político, un homenaje a esa figura que representó una esperanza para quienes han sufrido ambas dictaduras.
Fue el asesinato de su esposo, Pedro Joaquín Chamorro, en 1978, lo que precipitó el derrumbe de la dinastía Somoza y encendió la chispa de la revolución sandinista. Doce años más tarde, esa misma revolución sería derrotada democráticamente por su viuda, porque en 1990, Nicaragua necesitaba más una madre que a caudillos de guerra.
Y fue doña Violeta, la viuda convertida en símbolo, quien se convirtió en esa figura de reconciliación para un país exhausto por el derramamiento de sangre. Al frente de una coalición heterogénea, venció a Daniel Ortega contra todo pronóstico. A ella se le pedía pacificar el país, desmovilizar combatientes, reconstruir un Estado devastado y reabrir las puertas de la democracia (y también del capitalismo). Seguramente, desde su austeridad y sencillez, hizo lo que pudo en un país que aún olía a pólvora.
Fueron apenas siete años de esperanza, porque en 1997 llegó Arnoldo Alemán y el sistema se alejó aún más del ideario demócrata. La crisis se profundizó con Enrique Bolaños. En esos años, el sandinismo, ya mutado en orteguismo, acechaba como buitre, hasta que en 2007 volvió al poder, esta vez con la ambición de instalar un Estado autoritario, policial y represivo.
Desde entonces, la familia Chamorro ha sido blanco directo de la represión: medios cerrados, periodistas encarcelados, candidatos inhabilitados y miembros exiliados. Sin embargo, curtidos desde la era somocista, los Chamorro han mantenido viva una voz crítica, desde periódicos como La Prensa, Confidencial, o mediante sus propias candidaturas opositoras.
Hoy, la muerte de doña Violeta resuena como un recordatorio del país que pudo haber sido. Su fallecimiento en Costa Rica, donde ya viven más de 120 mil nicaragüenses exiliados desde 2018, simboliza la tragedia de toda una nación obligada a huir de su tierra. También es un llamado para que el mundo no olvide o normalice que la tiranía gobierna en ese país.
Como tantos compatriotas suyos, muchos sin un apellido que vuelva sus casos conocidos, doña Violeta murió en el exilio. Sus restos, por ahora, descansan en suelo extranjero. Es probable que, su regreso a Nicaragua tendrá que esperar varios años, porque sin elecciones libres, la dictadura parece afianzada por ahora.
Pero, así como cayeron los Somoza, algún día también caerá el orteguismo. El viejo dicho de que no hay dictadura que dure cien años tiene algo de cierto. Cuando ese momento llegue, la gente saldrá a las calles a derribar los vestigios del régimen, exigiendo el retorno de sus libertades. Y entonces, los Chamorro volverán con su matriarca, para empujar desde sus trincheras el proyecto democrático que Nicaragua tiene pendiente desde hace tanto tiempo.