En Honduras, los accidentes de tránsito se han convertido en una tragedia diaria, al punto de que casi todas las familias hemos perdido a alguien cercano en estas circunstancias. Desde 2013, más de 18 mil personas han fallecido en incidentes viales, convirtiéndose en la segunda principal causa de muerte violenta en el país, solo detrás de los homicidios.
Honduras ocupa el quinto lugar en América Latina en cuanto a la tasa de mortalidad vial. Con 18.5 muertes por cada cien mil habitantes, el promedio nacional supera la media continental (14.1). Solo República Dominicana, El Salvador, Ecuador y Paraguay tienen tasas más alarmantes.
Frente a esta grave situación, en mayo de este año, la presidenta Xiomara Castro destinó 50 millones de lempiras para adquirir kits de seguridad para motociclistas de bajos recursos. La iniciativa, que incluye la distribución de cascos y chalecos, supuestamente busca disminuir las casi dos mil muertes anuales ocasionadas por accidentes de tránsito, de las cuales el 70 % involucra motocicletas.
Sin embargo, si el objetivo real es reducir estas muertes, sería fundamental analizar la estrategia que, a partir de este año, se está implementando en República Dominicana: un plan diseñado para salvar más de tres mil vidas anuales. Ese país, con una población similar a la de Honduras, tiene una tasa de 27 fallecimientos por cada cien mil habitantes debido a incidentes viales. Su presidente, Luis Abinader, ha comparado esa situación con una pandemia.
Ambos países comparten una problemática común: la mortalidad vial está estrechamente relacionada con el consumo de alcohol y drogas, la falta de educación vial, la precariedad de la infraestructura, la ineficacia de la policía para fiscalizar el tránsito y la insuficiente capacidad de respuesta hospitalaria ante la creciente demanda derivada de los accidentes.
Lo que diferencia a ambos países es la respuesta ante este desafío. En República Dominicana, con el respaldo de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), el gobierno ha elevado el problema a un pacto nacional que incluye reformas legales, el incremento de multas y una educación vial que comenzará desde las escuelas. Este pacto, firmado por 121 entidades públicas, privadas y de la sociedad civil, tiene como meta reducir en un 15 % anual estas muertes, hasta disminuirlas a la mitad para 2030.
En Honduras, por el contrario, no existen planes ni metas. A pocos meses de las elecciones generales, la orden de la mandataria parece más una medida asistencialista que un verdadero intento por resolver el problema. Con un registro de 1.4 millones de motocicletas en el país, la propuesta de distribuir cascos apunta más a captar votos que a reducir significativamente las muertes, similar a cómo se aborda la pobreza con las bolsas solidarias.
Si bien las medidas inmediatas son necesarias, las verdaderas soluciones requieren un enfoque estructural. Las dos mil muertes anuales revelan una crisis nacional que no se resolverá repartiendo equipo de protección. Convertir esta problemática en una herramienta electoral no solo refleja una falta de compromiso por parte del Estado para proteger la vida de sus ciudadanos, sino que también demuestra la incapacidad política para enfrentar sus causas.
En Honduras también es urgente la creación de un pacto nacional que involucre a todos los sectores de la sociedad. La educación vial debe ser una prioridad en las escuelas, y se debe fortalecer la policía de tránsito, al tiempo que se endurecen las sanciones y multas.
Los 50 millones de lempiras destinados a la compra de cascos representan un derroche absurdo del erario público, que podría haberse invertido en un programa integral, similar al implementado por los dominicanos. Pero, a pocos meses de las elecciones, la mandataria parece llevar un casco que le impide ver más allá del 30 de noviembre.
