Salvo una improbable sorpresa de última hora, que más sería un cálculo electoral, la Comisión Internacional contra la Corrupción e Impunidad en Honduras (CICIH) no llegará. Aunque el gobierno de Xiomara Castro atribuye el hasta ahora fracaso de las negociaciones a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) o a la oposición, lo cierto es que su incumplimiento revela que luchar contra la corrupción nunca ha sido prioridad para la administración actual.
Pocos discutirán que ni los tres años de gobierno de Manuel Zelaya ni los cuatro de Xiomara Castro se recordarán por un compromiso con la transparencia. Y esto no debería sorprender. Si tomamos como referencia el Índice de Percepción de Corrupción, los siete años del zelayismo han sido tan reprobados como cualquier otra administración liberal o nacionalista.
Desde luego, el oficialismo argumenta que la organización alemana Transparencia Internacional (TI) y su socio local, la Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ), actúan movidos por intereses políticos y buscan desprestigiar. Aceptando, por un momento, que su defensa sea válida, omitamos entonces el índice de corrupción más utilizado a nivel mundial y midamos con hechos concretos su supuesto compromiso anticorrupción.
Para analizarlo, partamos que nunca como ahora los ciudadanos hemos comprendido tan claramente el funcionamiento de la corrupción en Honduras y su estrecha relación con el crimen organizado. La Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) y el juicio en Estados Unidos contra el expresidente Juan Orlando Hernández ofrecieron lecciones casi pedagógicas sobre su modus operandi.
Tanto las investigaciones de la MACCIH como el juicio en Nueva York demostraron que la corrupción no es un problema abstracto: tiene estrategias, procesos, redes, nombres y apellidos detectables. Pero, sobre todo, es un síntoma del debilitamiento sistemático del Estado de derecho y la fragilidad institucional.
En su discurso electoral, el partido Libre presenta a la oposición como la encarnación de la corrupción, pero nunca cuestiona –y, en su defensa, tampoco promete– transformar el sistema que permitió el saqueo cleptomaníaco de aquellas administraciones. Por eso, la corrupción no desapareció con el encarcelamiento de Hernández ni con el cambio de gobierno.
El juicio contra Hernández expuso las consecuencias de la concentración del poder en beneficio de intereses particulares. El control del Poder Judicial, del Ministerio Público y de las Fuerzas de Seguridad y Defensa fue su auge y su caída. Ese poder absoluto le permitió a Hernández tramitar, a través de la corrupción, sus negocios con las drogas, pero también selló las pruebas de su condena.
Sin embargo, como una mala pareja de médicos, los Zelaya nunca han cuestionado las causas del sistema corrupto, acaso sus síntomas. Después de cuatro años, el Poder Ejecutivo sigue concentrando el control de la institucionalidad estatal. Pasó antes y sigue ocurriendo ahora con otra bandera partidaria.
La designación de las autoridades de la Corte Suprema de Justicia y de la Procuraduría General de la República también surgió de acuerdos oscuros entre el tripartidismo. Prueba de ello es que no fueron nombrados los mejores evaluados ni los más idóneos.
Asimismo, de manera «sorpresiva» y sombría, se eligió a los titulares del Tribunal Superior de Cuentas, del Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP) y de la Unidad de Política Limpia, entidades clave en la lucha contra la corrupción. La renuncia de Edmundo Orellana de la Secretaría de Transparencia también dejó un mal sabor de boca.
Por otra parte, el Consejo Nacional de Defensa y Seguridad (CNDS), esa superestructura que contradice los principios republicanos y facilitó la corrupción a gran escala y el tráfico de influencias durante los gobiernos de Hernández, sigue vigente bajo las órdenes de los Zelaya.
En todo el proceso de negociaciones con la CICIH, el gobierno de Castro ha mantenido excluida a la ciudadanía. Pero, con o sin antorchas en las calles, la necesidad de una comisión internacional anticorrupción que desarticule el sistema de corrupción y fortalezca el Estado de derecho sigue tan presente como antes. Sin la ayuda internacional, parece imposible combatirla.
Sin embargo, la comunidad internacional ha tomado apuntes de las experiencias previas. Dado el contexto citado, no percibe condiciones adecuadas para instalar la CICIH. Su ausencia no es culpa de su burocracia, las tres misiones anteriores en Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) tardaron un año para aprobarse después de sus solicitudes. Esta se debe a la falta de voluntad política del gobierno y su oposición, la misma que desmanteló la MACCIH. Ni unos ni otros quieren realmente su llegada.
Lo más lamentable quizá sea la falta de presión ciudadana. Muchos de quienes alguna vez exigieron la Comisión son ahora burócratas o funcionarios dentro de un sistema que sigue intacto. Otros tal vez han dejado de creer que el sistema de corrupción pueda cambiar con esta clase política. Seguramente, quedan también miles de indignados, pero en este periodo, la lucha anticorrupción ha dejado de convocarse.
