El fútbol es, sin duda, el deporte más popular en Honduras. Se juega en cada potrero, se habla en cada esquina y ha sido, por décadas, el refugio emocional de muchas generaciones. Sin embargo, en los últimos seis años esa pasión se ha ido apagando, sobre todo en los estadios. Hoy, solo algunos partidos de peso —una eliminatoria con la Selección Nacional o una final entre Olimpia y Motagua— logran llenar graderías que antes vibraban con cualquier jornada.
Y es que no se puede tapar el sol con un dedo: el fracaso reciente de la Selección ha sido rotundo. Desde el papelón en las eliminatorias rumbo a Catar 2022, donde no se ganó ni un solo partido, hasta el ridículo ante Canadá con una humillante goleada de 6-0, todo ha sido decepción tras decepción. De poco sirve ganarle a una selección mexicana lejos de su mejor nivel, si después volvemos a ser el hazmerreír de la región.
¿Pero qué está pasando realmente con el fútbol hondureño?
¿Es un tema cultural? ¿Falta de inversión? ¿Ausencia de talento? ¿O acaso existen mafias internas que frenan el desarrollo y bloquean a las nuevas promesas?
Lo más triste es que nadie exige. Ni la afición, ni los periodistas, ni los propios jugadores. Seguimos viviendo del pasado, recordando con nostalgia la generación del 82 o los inicios de los 2000, cuando supuestamente “sí se jugaba con garra”. Pero esa época, que algunos aún idealizan, solo nos permitió destacar dentro de la región. Cuando tuvimos la oportunidad de competir en los mundiales de 2010 y 2014, la realidad nos puso en nuestro lugar: ni un solo triunfo. Y, sin embargo, hay quienes celebran como si hubiéramos ganado un Mundial por haberle ganado una vez a México en el Azteca (2013). Esa es la autoestima futbolística de nuestro país: conformista, nostálgica y sin ambición real.
Claro, se puede rescatar la participación de la Sub-23 en los Juegos Olímpicos de 2012 y 2016. Aquellas selecciones mostraron orden, carácter y buenos resultados. Pero eso ya fue hace más de una década. No hubo continuidad, no se construyó un proceso serio. Varios de esos talentos se estancaron o fueron absorbidos por un sistema que no supo qué hacer con ellos.
Todo esto apunta a un problema estructural: no hay inversión seria en formación juvenil, no existe planificación a largo plazo, los clubes carecen de infraestructura moderna y la federación sigue más ocupada en justificarse que en transformarse. Se han denunciado casos de corrupción, favoritismos y convocatorias basadas en conveniencia y no en mérito deportivo.
Y para colmo, la mentalidad de muchos jugadores deja mucho que desear. No hay hambre de gloria, no hay orgullo al portar la camiseta nacional, y da la impresión de que jugar en la Selección es más una carga que un honor. A eso se le suma una prensa complaciente, que en vez de señalar los errores con seriedad, se dedica a inflar expectativas cada vez que ganamos un amistoso intrascendente.
¿Qué se puede hacer? Pues mucho. Modernizar las academias, invertir en canchas y tecnología, formar entrenadores con visión táctica, contratar cuerpos técnicos capacitados y, sobre todo, exigir. Exigirle a los jugadores, a los dirigentes, a los medios y a nosotros mismos como país. Porque si seguimos aplaudiendo lo poco, vamos a seguir recibiendo menos.
La Selección Nacional no necesita milagros ni nostalgias. Necesita una transformación profunda. Si no, seguirá siendo motivo de frustración. Y sí, seguirá dando pena. Mucha pena.
