Consciente del huracán que era como escritor y actor político, resulta fácil imaginar que, más allá de su inmenso legado literario, el inmortal Mario Vargas Llosa anticipó que su partida física despertaría tanto el júbilo de ciertos sectores de la izquierda como el lamento de buena parte de la derecha. Al genio de Arequipa, esas reacciones no habrían de sorprenderlo, a lo mucho le darían gracia.
Como un personaje salido de sus propias novelas, Llosa nunca fue una figura chata ni estática. Difícil de describir, imposible de encasillar, se puede afirmar que transitó dentro y fuera de sus páginas con la misma intensidad con la que vivió: con pasión, con coraje y con una fidelidad a sus convicciones y deseos. En cualquiera de las épocas que vivió, nadie podría acusarlo de cobarde.
En un mundo aún atrapado por los esquemas binarios de las ideologías, Llosa fue y seguirá siendo un personaje incómodo e incomprendido, con aspiraciones a ganar todo y sin temor a la contradicción. Sus pasos, admirados por unos, rechazados por otros, alimentan esa idea de que existieron dos Llosas: el político y el escritor. Pero en realidad, fue uno solo, íntegro en su complejidad, coherente con sus propias sombras y luces.
Si se lo quiere simplificar, quizá podríamos decir que el escritor disfrutaba de ser un provocador: alguien que sin rehuir al debate, gustaba estar en boca de todos, ya fuera en las páginas de Letras Libres o en las fotografías de la revista Hola! Con Isabel Preysler o Patricia Llosa de la mano, el autor de La Ciudad y los Perros parecía más bien un caleidoscopio, hecho de espejos, cambiante y múltiple.
Probablemente como ningún otro escritor latinoamericano, Llosa buscó elevarse más allá del bien y del mal, acaso en una apuesta radical por la libertad absoluta del ser humano. Tanto él como como sus personajes asumieron con valentía sus contrastes, esas incompatibilidades internas que generalmente los humanos escondemos debajo de la alfombra.
Su literatura, beligerante, humanista e idealista, seguramente, incomodaba a muchos de sus amigos de la derecha, así como sus columnas conservadoras seguirán generando escozor en la izquierda. Para algunos intelectuales, sus artículos eran una sucursal de su genio literario.
Pero Llosa, hábil en jugar con las susceptibilidades y los prejuicios de los demás, sabía que más allá de la polémica que desataba había una verdad que lo protegería por siempre del ojo externo: nadie duda de su grandeza como escritor.
Estemos o no de acuerdo con sus ideas políticas, es innegable que nunca tuvo miedo de compartirlas o defenderlas. Escribía cada quincena sin pretender agradar o complacer. Defensor de la libertad individual por encima de cualquier sistema autoritario, no vaciló en desenamorarse del Partido Comunista o de la revolución cubana cuando dejaron de representar sus ideales. Después, coincidamos o no, abrazaría la utopía de su democracia ultraliberal.
Sus críticos –que se autoconsideran progresistas– lo acusan de clasista, elitista, eurocéntrico o de haber usado sus tribunas para debilitar lo que consideran luchas populares. Para ese bando, obsesionado con la figura del «traidor» y con una visión del arte como herramienta del «pueblo», Llosa debió haber seguido el camino de García Márquez.
Paradójicamente, Vargas Llosa, agnóstico, un férreo antimilitarista, promotor del matrimonio igualitario, del Estado laico, del aborto legal y de la eutanasia, podría considerarse incluso más progresista que muchos gobiernos de izquierda que se oponen sistemáticamente a estos fundamentos que también son causas populares. El caso hondureño es apenas uno de ellos.
Sí, es cierto, como articulista llamó a votar por Keiko Fujimori, por Bolsonaro, por Kast o Milei. En la societé, se mostró cercano a Aznar, Felipe Calderón o Macri. Todo ello es discutible y, sobre todo, desconcertante, tratándose de alguien que criticaba la demagogia y el populismo –fenómenos que atraviesan todas las ideologías–.
Pero lo que muchos de sus detractores no se preguntan es si Pedro Castillo, los Kirchner, AMLO, los Castro, los Ortega, los Zelaya (a Manuel Zelaya Rosales lo llamó figurín de la oligarquía rural hondureña) o Maduro, representan verdaderas alternativas democráticas. ¿Apoyarlos los vuelve más revolucionarios que Llosa?
¿Qué proponía el escritor en lo político? En su inesperada candidatura presidencial de 1990, presentó un programa liberal, apostando por la reestructuración del Estado, el impulso de la empresa privada con el libre mercado y la centralidad del individuo frente al colectivismo y el estatismo.
Desde entonces, como pocos artistas, se asumió como una figura de derecha dentro de un mundo cultural generalmente dominado por la izquierda. Pero, obras como El Sueño del Celta probaron que su calidad literaria no dependían de su etiqueta política, desafiando la creencia de que el artista total siempre debe de ser de izquierda.
Del mismo modo, su rechazo al lenguaje inclusivo no lo convertía en un misógino. Porque, pocas feministas han creado heroínas tan memorables como Flora Tristán en El Paraíso en la Otra Esquina. A quien lo tilda de eurocentrista, basta recomendarle Un Bárbaro en París. Al que lo considera poco «latinoamericano», que lea El Hablador. Al que cree que solo atacó dictaduras de izquierda, que se sumerja en La Fiesta del Chivo. Así, su literatura siempre parece protegerlo ante las críticas más dogmáticas y crudas.
Tras su muerte, algunos confiesan que jamás han leído ni leerán su obra literaria por rechazar sus ideas políticas. A ellos se les podría sugerir La Historia de Mayta, recordándoles además que, esa actitud dogmática y sectaria es precisamente la que alejó a Llosa de aquella izquierda que nunca le perdonó su desencanto socialista.
Pero, tanto en su narrativa como en su periodismo, ejerció su derecho a disentir sin concesiones. Así como en su juventud, en medio de la dictadura de Odría se declaró comunista, desde sus apartamentos de París o Madrid no dudó en asumirse como ultraliberal. En su caso, determinar si esto fue un retroceso o una evolución no es sencillo de juzgar. Que fuera instrumentalizado por ciertos proyectos conservadores requeriría de otro artículo.
Es cierto, no siempre puede separarse al autor de su obra. En el caso de Vargas Llosa, todas sus dimensiones se entrelazan de forma peculiar para dar lugar a una voz que, guste o no, ya es inmortal por mérito propio. Y de eso nos debería de sentir orgullosos a todos los amantes de la literatura, sobre todo, de habla hispana.
Desde su propio universo, incomprensible por los populistas de cualquier índole, Llosa cuestionó a la derecha desde sus libros y desafío a la izquierda desde sus columnas. Esto lo hizo sin buscar la aprobación de nadie, más que la de sus propias convicciones.