“Aquel espectáculo de los dos grupos al parecer enfurecidos acabó por retener la atención de todo el público, que esperaba sucediera algún alboroto…Se fueron acalorando ya que ambos querían que sus gallos ganaran…No tardaron algunos en abandonar el palenque ante el temor de que fuera a producirse una balacera. Pero no sucedió nada. Al terminar la pelea los dos políticos salieron de la plaza de gallos. Se encontraron en la puerta. Allí ambos se tomaron del brazo y más tarde se les vio bebiendo juntos en un puesto de canelas…”
Más de un lector seguramente reconoce en el relato un fragmento de la novela corta “El gallo de oro”, una obra magistral del escritor mexicano Juan Rulfo. Y es posible que también, por analogía, lo hizo pensar en lo que está ocurriendo en esa arena de lucha que conocemos como Consejo Nacional Electoral (CNE).
Similar al palenque, la pelea actual en el CNE se lleva a cabo entre políticos de un mismo género o cortados por la misma tijera. Los expertos sostienen que un gallo de pelea es aquel que ataca con bravura, es agresivo incluso en la defensa, y busca vencer a su oponente en cada oportunidad. En esa descripción encajan los magistrados del CNE: Cossette López Osorio (Presidenta/Partido Nacional), Ana Paola Hall (Secretaria/Partido Liberal), y Marlon Ochoa (Vocal/LIBRE).
Sin embargo, no olvidemos que ninguno de ellos actúa por cuenta propia y que en el CNE cada uno de sus actos es en representación y defensa de sus propios partidos políticos y no de la ciudadanía. Esa es la principal falla de origen de la democracia electoral hondureña. Tanto así que el CNE está imposibilitado de ser un árbitro imparcial ante las controversias que surgen y menos aún de sus conflictos internos. Bajo esas circunstancias ¿Cómo confiar en instituciones que han sembrado, cultivado y cosechado la desconfianza ciudadana?
Lo grave es que si nadie puede mediar con independencia, corregir errores y proponer reglas claras y transparentes, los riesgos de que se cometan fraudes electorales son muy altos. De hecho, desde el retorno al orden constitucional, en 1982, ninguna elección califica como “íntegra”. Las hubo más fraudulentas que otras, como las de 2013 y 2017, pero todas son cuestionables.
El fraude es una tradición muy presente y arraigada en la política hondureña, tanto es así que nadie puede confiar en nadie y lo que hoy es una alianza de dos contra uno, también puede volverse una alianza contra otro. Es cuestión de momentos y circunstancias. Para anular el registro del Partido Salvador de Honduras (PSH) o impedir candidaturas independientes como la de Víctor Fernández a la alcaldía de San Pedro Sula hubo unanimidad. Si es contra otros el tripartidismo se defiende sin grietas, pero si es entre ellos mismos, el guion cambia
En la actualidad lo que enfrenta a los partidos Nacional y Liberal versus el partido Libertad y Refundación (LIBRE) es el sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP), pero mañana podría ser otra la fuente de la discrepancia.
El TREP, en realidad, es sólo una parte del problema. Cada etapa del proceso electoral visibiliza los desafíos que continúan sin resolver. Como lo reconocen diferentes auditorías electorales, tenemos un sistema electoral inapropiado, un marco jurídico e institucional inadecuado para gestionar el proceso; políticas, normas y reglamentos electorales improcedentes a nivel administrativo, así como una formación insuficiente del funcionariado electoral y de los propios electores, entre muchas irregularidades.
Los diagnósticos electorales apuntan que los líderes y funcionarios carecen de responsabilidad con la ciudadanía e integridad electoral, lo cual mina la confianza en los resultados finales de cada sufragio y el gobierno resultante asume funciones sin la legitimidad necesaria para desempeñar su labor.
¿En qué parte de la gestión electoral y del procedimiento de votación no aparecen sombras sospechosas? Cada cuatro años falla todo el sistema y cae en un círculo vicioso de ilegalidad del que no ha podido salir. Es tan viciado el proceso de elección en nuestro país, que cada reforma electoral, en lugar de generar certidumbre y corregir debilidades, provoca sospechas inmediatas de que esconde una trampa.
Cada fase del ciclo electoral está plagada de riesgos, y no pocos de estos generan fallas estructurales sistémicas, como ocurre, por ejemplo, con el financiamiento desigual de los partidos políticos.
El camino para rectificar es claro, pero no fácil: el respeto a los principios democráticos del sufragio universal, la igualdad política y los valores éticos deben acompañar cada proceso electoral, de principio a fin. De lo contrario seguiremos siendo espectadores de dueños del circo que lanzan sus gallos de pelea a la arena, para terminar, tarde o temprano, tomados del brazo para celebrar otra misión cumplida.