Por: Dilmer R. Alvarado Cruz
En política, las palabras tienen biografía. Algunas nacen nobles y terminan corrompidas; otras, como “familión”, hacen el recorrido inverso: se levantan del lodo del insulto para convertirse en bandera. En el nuevo discurso de Rixi Moncada, esa palabra deja de ser un estigma —la caricatura del poder familiar y cerrado— para convertirse en una consigna que busca amplitud, comunidad, y afecto político.
“Somos un familión, familión de 10 millones, somos un familión unidos por los corazones.”
La operación no es menor. Lo que antes señalaba nepotismo ahora se transforma en narrativa de pertenencia nacional. Desde el punto de vista comunicacional, es un movimiento de resignificación simbólica: absorber la crítica, limpiarla de su carga negativa y devolverla al espacio público convertida en emblema. En términos tácticos, es una manera de desactivar la crítica, el insulto y convertirlo en energía.
Moncada lo hace con un tono de canto, no de discurso. No argumenta: entona. Esa musicalidad (“refundación / canción”) no es casual; es un recurso clásico pero afectivo, que transforma la razón en emoción. El mensaje no se dirige al intelecto, sino a los sentimientos. Y ahí se instala el cambio: el familión deja de ser una red de parientes para convertirse en un coro que dice “nosotros”.
La puesta en escena refuerza esa lectura. La oratoria abandona el tono combativo para adoptar el registro festivo, el del país que se celebra a sí mismo: “vienen ocho hospitales, caminos productivos, nuevas carreteras”. La política se canta, no se explica. La enumeración de logros —con ritmo de verso— genera sensación de movimiento, de avance. Todo el discurso se ordena bajo una sola idea: somos muchos, somos uno, y estamos en marcha.
En clave de comunicación política, esto se llama ampliación del marco discursivo. Al hablar de “10 millones”, Moncada diluye los límites partidarios y presenta la refundación como proyecto colectivo. El familión deja de ser el apellido mafioso de un grupo para volverse metáfora del país entero que trabaja por un futuro. Y aunque el término conserve su ironía de origen, la repetición afectiva lo desactiva: donde había crítica, ahora hay pertenencia.
El contexto también explica el gesto. Tras meses de erosión interna y desgaste de narrativa, el oficialismo necesita volver a construir comunidad simbólica. En vez de polarizar, busca abrazar. En vez de responder al ataque, lo incorpora y lo desarma. En comunicación esto se llama “reapropiación estratégica”: cuando el adversario te impone un nombre, lo tomas y lo conviertes en marca positiva.
Lo interesante no es la palabra, sino su función: cerrar una grieta dentro del relato. Al decir “somos un familión”, Moncada no apela a la unidad partidaria, sino a la unidad emocional nacional. No pide lealtad ideológica, sino reconocimiento afectivo. En ese sentido, el mensaje no defiende al poder, lo humaniza: convierte la estructura política en una familia simbólica donde todo el país que quiere el progreso cabe.
El resultado es eficaz porque no discute: reencanta. No busca convencer, sino reconectar. Y en tiempos donde el lenguaje político se agota entre repetición de promesas y escándalos, esa estrategia de reapropiación es, al menos, una jugada comunicacional inteligente e incluso divertida.
Porque en política, quien logra cambiar el sentido de una palabra, cambia también el terreno del debate. Y ahí, el familión de Rixi ya ganó su primera batalla semiótica.


