Estos son mis principios, y si no te gustan, tengo otros. La frase atribuida a Groucho Marx calza a la perfección en el mundo de la política. En Honduras, pocos encarnan mejor ese molde camaleónico que Salvador Nasralla. En su cuarto intento por llegar al poder, el candidato presidencial del Partido Liberal estrena un nuevo rostro, uno cada vez más religioso y ultraconservador.
Pero antes de hablar de las múltiples caras de Nasralla, hay que comenzar por su columna vertebral: su presencia en los medios de comunicación. A sus 72 años, este candidato es un personaje creado desde la radio y la televisión. El mercado, el público y la audiencia son conceptos que lo acompañan desde que empezó a trabajar en Emisoras Unidas.
Con más de medio siglo frente a micrófonos y cámaras, el entretenimiento y el periodismo deportivo le sirvieron de plataforma para construir una figura controversial y populachera, que –para bien o para mal– ha logrado conectar con varias generaciones de forma simple y llana.
Pero incluso desde sus tribunas mediáticas, Nasralla es un camaleón, mutando entre sacos y calzonetas cortas con las que transita sin rubor del «comentarista insolente» de deportes al «animador desvergonzado» del espectáculo popular.
Apelando a un periodismo y entretenimiento básico, orientado principalmente a los a los sectores más pobres del país, el comunicador aprovechó su popularidad para dar el salto a la política. Acompañado por el entonces líder de la barra de la selección nacional, hoy presidente del Congreso Nacional, Luis Redondo, Nasralla estrenó su rostro político, fundando en 2011 el Partido Anticorrupción (PAC).
Así, en pleno contexto postgolpe, Nasralla irrumpió la arena política con una cara tan familiar como outsider para los hondureños. Sin doctrina ni ideología clara, pero hábil en la comunicación y enarbolando una bandera vinculante, como es la de la lucha contra la corrupción, Nasralla se presentó como una vía alternativa, honesta y anti-clase política.
Sin representantes en el sistema electoral y con un movimiento tan espontáneo como frágil, Nasralla sorprendió al obtener más de 400 mil votos en su debut. Su retórica logró captar la atención de una juventud de clase media desencantada de los partidos tradicionales. Aquel intento lo posicionó como la tercera fuerza política del país y ganó peso como actor negociador.
Pese a sus reiteradas críticas hacia Libre –al que calificaba de partido «extremista»–, en 2017 aceptó liderar una alianza con los Zelaya para frenar la reelección de Juan Orlando Hernández. Ya sin su partido original y con la bandera anticorrupción hecha harapos, Nasralla reemplazó su admiración por Pinochet con un discurso «venezolano», diseñado para agradar a la base de Libre, aunque más distante de sus seguidores originales (un sector ajeno a los Zelaya).
La alianza se desintegró pocos meses después del fraude electoral de 2017, y Nasralla regresó a su «audiencia natural», fundando el Partido Salvador de Honduras (PSH). Alentado por el salto de 400 mil a 1,3 millones de votos entre sus dos candidaturas anteriores, para el tercer round reapareció el Nasralla autosuficiente, mesiánico y jactancioso.
Pese a su distanciamiento con los Zelaya, pero motivado por la promesa de que el PSH encabezaría el Congreso Nacional, el presentador accedió de nuevo a formar una alianza con la actual pareja presidencial, inscrito como designado presidencial para los comicios de 2022.
Pero relegado a un papel secundario y marginado por Libre una vez en el poder, rompió definitivamente con los Zelaya. Así emergió una vez el Nasralla opositor, esta vez sin Juan Orlando Hernández en el mapa, pero ahora enfrentado al partido con el que firmó dos alianzas.
Aislado, traicionado por los Zelaya y sin representación en el sistema electoral, Nasralla abandonó de nuevo su partido para encontrar cabida en un Partido Liberal sin liderazgo, junto a figuras como Yani Rosenthal y Jorge Cálix, a quienes él mismo había señalado antes por sus supuestos nexos con el crimen organizado. «Nunca haría una alianza con Yani», decía.
Con los liberales, Nasralla sacrifica su rostro de outsider y antitradicional para integrarse al tripartidismo, lanzando su candidatura desde el partido más antiguo del país. Electo candidato con 380 mil marcas en las elecciones primarias e internas, una vez más, el presentador estrena cara, esta vez más religiosa y conservadora.
Al igual que los Zelaya, Nasralla capitalizó políticamente los escándalos de los doce años de gobiernos nacionalistas. Si el «Fuera JOH» fue tan efectivo en su momento, hoy promete bajo un discurso religioso, echar al «familión» del poder para erradicar su «comunismo».
Acompañado ahora por pastores religiosos, Nasralla se presenta como un «enviado de Dios» que promete devolver a la sociedad sus «valores perdidos». Ha propuesto la lectura obligatoria de la Biblia en las escuelas y se opone, como los mismos Zelaya, a cualquier intento por legalizar el matrimonio igualitario o el derecho al aborto. Lamentablemente estas promesas son efectivas en el electorado y rara vez se cuestionan.
Después de catorce años en la política, Nasralla sigue sin definir una doctrina, pero parece encontrar en el discurso religioso una narrativa que le permite parecer menos errático ante un electorado mayoritariamente ajeno al laicismo y su papel crucial en las democracias.
Probablemente, este nuevo rostro –el del Nasralla predicador– sea el más inquietante de todas sus facetas camaleónicas. Aún más alarmante para la débil democracia hondureña es que, frente a él, ningún otro candidato presidencial está dispuesto a defender el Estado laico. Basta recordar que, hace apenas cuatro años, la primera acción de la mandataria Xiomara Castro fue arrodillarse en la basílica de Suyapa.
