Por: José F Martínez.
San Pedro Sula, Honduras.
El reloj marca las 5:30 a.m., el sol comienza a calentar el asfalto, y la ciudad empieza a despertar. En medio del ritual matutino, la calidez del refugio se diluye al cruzar la puerta de salida. El cuerpo se prepara para enfrentar el primer reto del día: llegar a tiempo. Durante el trayecto, el exterior se convierte en un telón de fondo, mientras mi mente se inunda de pensamientos pasajeros.
Hemos normalizado que moverse por la ciudad sea un reto diario en nuestras vidas cotidianas. La sensación de seguridad, que parece no existir, nos deja con un deseo sencillo: disfrutar el recorrido.
¿Qué dice esta lucha cotidiana sobre nuestras ciudades? ¿Qué revela acerca de nuestra relación con el espacio público y nuestra identidad colectiva? La forma en que nos movemos no solo influye en nuestras experiencias personales, sino también en la imagen compartida que construimos de la ciudad.
El refugio y la movilidad urbana
La movilidad empieza en el hogar, ese espacio privado donde nos sentimos seguros. Sin embargo, al cruzar la puerta hacia el exterior, enfrentamos una realidad que nos desconecta del entorno. La calidad de nuestra experiencia en el espacio público está marcada por las desigualdades urbanas, que determinan si nuestro recorrido será cómodo o una odisea.
Habitamos ciudades desiguales, donde las opciones de movilidad reflejan estas disparidades. El transporte público puede ser una salvación para algunos, pero también un desafío para otros debido a la saturación, los retrasos o la falta de seguridad. Por otro lado, el vehículo particular, aunque deseado, contribuye a la congestión y a ciudades «enfermas» de tráfico.
En esta dinámica, dejamos de pensar en el espacio público como algo compartido y comenzamos a verlo como un obstáculo. La movilidad urbana, lejos de ser una experiencia que nos conecte con la ciudad, se convierte en una carrera de resistencia.
La identidad del espacio compartido
Cada uno de nosotros tiene historias sobre tensas mañanas en el colectivo, largos embotellamientos o caminatas por calles mal diseñadas. Aunque somos individuos, nuestras experiencias de movilidad están conectadas, moldeadas por un espacio público que nos afecta a todos.
En ciudades como Ciudad de México, Buenos Aires o Nueva York, la movilidad colectiva ha comenzado a entenderse como un pilar de la vida urbana. La implementación de sistemas de transporte más eficientes y sostenibles ha cambiado no solo la manera en que las personas se desplazan, sino también cómo se relacionan con su ciudad. Estas metrópolis han comprendido que el espacio público no es solo un lugar de tránsito, sino un componente clave de la identidad colectiva.
Sin embargo, en muchas otras ciudades persiste una noción difusa sobre quién es responsable de este espacio compartido. ¿Es solo el gobierno? ¿O también es nuestra responsabilidad como ciudadanos cuidar y exigir un entorno más inclusivo?
Gestionando el espacio público
El derecho a la movilidad de calidad debe ser una exigencia colectiva. No se trata solo de mejorar las calles o aumentar la flota de autobuses, sino de repensar cómo gestionamos el espacio público para que sea más equitativo, accesible y sustentable.
Las ciudades que han apostado por soluciones sostenibles, como sistemas de transporte eléctricos, bicicletas compartidas y zonas peatonales, están demostrando que una movilidad consciente no solo reduce la congestión, sino que mejora la calidad de vida. Pero esto requiere un cambio de mentalidad, tanto de los ciudadanos como de los gobiernos, para asumir que el espacio público no es de nadie y, al mismo tiempo, es de todos.
Moverse por la ciudad no debería ser un desafío, sino un derecho. La calidad de nuestra movilidad refleja la calidad de nuestras ciudades. Es responsabilidad de todos —desde los individuos hasta los líderes urbanos— transformar estos espacios en lugares de encuentro y no de exclusión.
Cada paso y cada kilómetro recorrido, sea en transporte público o privado, contribuye a la imagen compartida de nuestras ciudades. Reflexionemos sobre cómo nuestras elecciones y acciones diarias pueden ayudar a construir una movilidad más inclusiva, sostenible y consciente.
La ciudad es un reflejo de quienes la habitan. ¿Hacia dónde avanzamos: hacia la particularidad o hacia una escasez colectiva?