Aunque reconocido en los círculos académicos, Miguel R. Ortega sigue siendo un nombre desconocido para la mayoría de los hondureños. Sus tres tomos de El laurel sin ocaso, según los estudiosos una de las biografías más exhaustivas y detalladas sobre la vida de Francisco Morazán, se encuentran prácticamente fuera de circulación, por no decir en el olvido. Encontrarlos en una librería es una tarea casi imposible, lo que refleja el triste destino de una obra en un país donde no se acostumbra a discutir con ideas.
Como pocos, Ortega dedicó gran parte de su vida a estudiar la figura del prócer. Su trabajo investigativo lo coloca como uno de los más serios y respetados estudiosos del legado de Morazán, una figura histórica utilizada por el gobierno de Xiomara Castro para legitimar su narrativa reivindicativa.
Apenas un año después del fallecimiento de Ortega, el gobierno hondureño oficializó la inclusión de la Cátedra Morazánica en el currículo de la educación media, estableciéndola como un requisito de graduación para los aproximadamente 60 mil estudiantes que finalizan su bachillerato cada año en el país.
Aunque Ortega no vivió para presenciar la implementación de esta iniciativa oficialista, es posible suponer que, dada su dedicación a la memoria del prócer, la habría apoyado, porque nadie puede negar la importancia de que la juventud hondureña conozca y valore la trayectoria de Morazán.
Sin embargo, surgen otras interrogantes: ¿qué opinaría el escritor sobre los contenidos de la Cátedra y, en particular, sobre cómo el Partido Libertad y Refundación (Libre) se autoproclama heredero de la tradición republicana del paladín? ¿Realmente podemos considerar morazanista al gobierno de los Zelaya?
Utilizar figuras históricas para legitimar proyectos políticos contemporáneos no es una práctica novedosa ni exclusiva de ciertos espectros ideológicos. Lo hace la derecha como la izquierda. Así como el chavismo en Venezuela reivindica a Simón Bolívar, Cuba a José Martí o Morena a Emiliano Zapata, igualmente sectores de la extrema derecha, como la francesa, se apropian de Juana de Arco, o los nacionalistas estadounidenses recurren a la imagen de Theodore Roosevelt. En todos estos casos, los tótems son utilizados como referentes simbólicos para aportar legitimidad y autoridad moral a proyectos políticos contemporáneos.
En el caso de Honduras, la instrumentalización de la figura de Morazán responde, en gran medida, a una estrategia mercadológica para promover al gobierno como defensor legítimo del pueblo, de la soberanía nacional, de la lucha y la resistencia contra los abusos del poder y el intervencionismo internacional.
No es casual que el gobierno de Xiomara Castro incluyera en el plan de estudios de la Cátedra Morazánica el libro El Golpe 28J: conspiración transnacional, un crimen en la impunidad, firmado por el expresidente Manuel Zelaya Rosales junto a la candidata presidencial Rixi Moncada.
Sin importar su calidad pedagógica (consta de casi 500 páginas), narrativa (totalmente ausente en su primera versión) o histórica, el libro intenta conectar a la familia presidencial como heredera del combate y la resistencia de Morazán contra las estructuras del poder y los intereses extranjeros. Reutilizar hasta el hartazgo el golpe de Estado sigue siendo su única carta para intentar colarse en el lado bueno de la historia.
Que Libre recurra a referentes históricos no es, en principio, algo criticable. Casi todos los partidos lo hacen. El problema radica en que el Morazán que representa el gobierno no es más que una figura discursiva vacía, porque la lucha por la unidad de Centroamérica, por un Estado laico, por la educación pública, por la separación de poderes y por la construcción de una democracia real están ausentes en sus políticas.
Por ejemplo, la educación era uno de los pilares fundamentales morazanistas para el desarrollo de los pueblos. Sin embargo, a tres años de la actual administración, el Sistema Nacional de Educación (SNE) sigue mostrando las mismas deficiencias estructurales de las administraciones anteriores. Que ahora exista una Cátedra Morazánica no cambia que el 61.6 % de sus centros sigan siendo unidocentes y que más de un millón de niños y adolescentes continúen excluidos del sistema, demostrando que el abandono y la desigualdad siguen presentes como siempre.
Así, el problema no radica únicamente en el discurso, sino en su coherencia con la realidad. El gobierno puede hablar de justicia social, pero si sus políticas no reflejan este valor, rememorar a Morazán es puro populismo. Es más, salvando las diferencias históricas, el gobierno de Libre —tan religioso como los nacionalistas o liberales, e igual de desvinculado con el fortalecimiento de la democracia— podría parecerse más a las fuerzas conservadoras que Morazán combatió en su época que a las posiciones que él defendió.
Lo anterior podría ser tan cierto como proponer que, en vez de gastar unos 80 millones de lempiras para imprimir cien mil ejemplares del libro de Zelaya Rosales —un texto propagandístico destinado al ocaso—, el gobierno podría haber reeditado la obra de Miguel R. Ortega, cuyo trabajo sí refleja el verdadero espíritu morazanista. O, a lo mucho, pudieron invertir ese dinero en mejorar los pupitres carcomidos por las polillas, donde pretenden que los alumnos lean su visión de la historia.
