Hace unas semanas, viajé con mi familia a Costa Rica. La ocasión fue motivada por una exposición de pinturas del tío de mi esposa y la presentación de mi novela sobre niños migrantes hondureños, publicada recientemente por la editorial costarricense Uruk.

Volver por unos días a Costa Rica me reafirmó que, para el resto de Centroamérica, este país ha parecido siempre más distante de lo que en verdad es. Aunque nos gusta hablar sobre una identidad común, en realidad nos conocemos poco entre centroamericanos.

San José nos recibió lluviosa y fresca, como la recordaba desde mi infancia. A diferencia de Tegucigalpa, su clima parece inmutable, quizá como resultado de su ambicioso programa de reforestación iniciado en 1997, con el cual se plantaron más de seis millones de árboles para restaurar un millón de hectáreas en todo el país.

Durante nuestra breve estancia, además de disfrutar de su riqueza natural (alberga el 6,5 % de la biodiversidad global) y la calidez de sus habitantes, acostumbrados a recibir extranjeros, me interesó conocer la percepción que los costarricenses tienen sobre si realmente siguen siendo ese refugio de paz y estabilidad en medio de una región históricamente convulsa.

Como suele ocurrir, el primer termómetro fue el taxista que me recogió en el aeropuerto. El conductor, un joven de unos 35 años, compartió conmigo su preocupación sobre el alto costo de vida en Costa Rica: «Todos los precios han subido, pero seguimos ganando lo mismo», comentó, mientras iniciaba su jornada laboral prácticamente a la medianoche. Me sorprendió cuando mencionó que, desde hace algunos años, su familia prefiere vacacionar en Nicaragua, donde, a pesar de la dictadura de los Ortega, el dinero les rinde el doble que en Costa Rica.

No exageraba. Un estudio reciente posicionó a Costa Rica como el país más caro para vivir en América Latina, con un costo de vida mensual de 2,950 dólares para una familia de cuatro personas (por supuesto, este cálculo varía según el estilo de vida y la ubicación). Esto contrasta con un salario mínimo que ronda los 720 dólares. Nuestra primera visita al supermercado lo confirmó: los precios se han disparado desde mi última visita.

Aunque la pobreza en general disminuye en Costa Rica, la desigualdad se profundiza. El 1 % más rico concentra el 35.3 % de la riqueza nacional. Los barrios acomodados se expanden con lujos visibles, mientras la clase media —ese cinturón distintivo que aún diferencia a Costa Rica del resto de la región— resiste, pero bajo amenaza. Los economistas advierten su estancamiento frente al aumento sostenido del costo de vida.

Otra de las inquietudes del conductor fue la inseguridad. No mencionó extorsiones ni el control de las pandillas, como sería común en Tegucigalpa o San Pedro Sula, pero sí habló de un aumento de la delincuencia común, alimentado por un crimen organizado que se ha expandido de forma alarmante en la última década.

Y tenía razón. Costa Rica dejó de ser el país más seguro de Centroamérica. En 2024 alcanzó una tasa de 16.6 homicidios por cada cien mil habitantes, más del doble del promedio mundial, y por encima de Guatemala (16.1), Nicaragua (6) y mucho más que El Salvador (1.9). Aunque está por debajo de Honduras (26.8), el deterioro es notorio.

En veinte años, la tasa de homicidios costarricense pasó de 6.6 en 2004 a 16.6 en 2024, el segundo año más violento en su historia, con 880 crímenes. El narcotráfico, con su infiltración en sectores políticos y económicos, es la principal causa de esta espiral. Los ajustes de cuentas y el sicariato, antes excepcionales, son ahora comunes.

Poco después de nuestro regreso a Honduras, leí que el presidente Rodrigo Chaves aprobó una reforma constitucional que permite, por primera vez, la extradición de ciudadanos costarricenses por delitos de narcotráfico y terrorismo a Estados Unidos. Más que una señal de fortaleza, esta medida revela un debilitamiento del poder público, cada vez más habituado a escándalos de corrupción. Como bien sabemos en Honduras, los juicios en Estados Unidos suplen vacíos de justicia, pero no resuelven de raíz el narcotráfico ni la violencia.

En esta línea, sorprende también el reciente interés del gobierno costarricense en modelos de «mano dura». El ministro de Justicia visitó El Salvador y recorrió con entusiasmo el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), símbolo del bukelismo. Un gesto impensable hace apenas unos años.

No sería extraño que una mayoría de ticos respalde una copia del modelo salvadoreño. Al menos, así lo expresó el conductor que me llevó desde el aeropuerto: «Necesitamos políticos como Bukele», mencionó, mientras pasábamos frente a torres donde se venden apartamentos de hasta medio millón de dólares.

A medida que la tasa de homicidios se acerca peligrosamente a la de Honduras, el alma antimilitarista que tantos beneficios le trajo a este país podría estar en riesgo. Todo indica que las elecciones presidenciales de 2026 girarán en torno al combate contra la criminalidad, y con ello, al incremento de la presencia policial en la vida cotidiana.

En contextos así, con un electorado ansioso por retomar la tranquilidad y estabilidad económica de otras épocas, los discursos populistas o autoritarios encuentran grietas por donde colarse. Un ejemplo es la propuesta del propio Chaves para reabrir la minería a cielo abierto, prohibida desde 2010 y contraria al espíritu ambientalista costarricense.

Reducir la violencia es posible, pero como lo demuestran casos cercanos, el precio a pagar puede ser alto. Costa Rica, con su belleza natural y su legado democrático, enfrenta hoy una prueba decisiva. Aunque su situación aún dista de la hondureña, fiel a sus raíces volcánicas, Costa Rica está jugando con fuego.

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