Reflexión sobre Alemania, Gaza e Israel
Por: Dilmer R. Alvarado Cruz
Alemania carga con un peso histórico que ha moldeado su identidad nacional y su política exterior. El Holocausto no es solo un capítulo del pasado: es una herida abierta que sigue condicionando sus decisiones, especialmente en lo que respecta a Israel. Durante décadas, ese vínculo se ha sostenido en una deuda moral inquebrantable. Sin embargo, hoy esa relación atraviesa un momento de quiebre. Por primera vez, Alemania ha embargado la venta de armas a Israel por temor a que sean utilizadas para cometer crímenes de guerra en Gaza. Este hecho marca un antes y un después: es un reconocimiento tácito de que apoyar incondicionalmente a Israel ya no es compatible con los valores democráticos y de derechos humanos que Alemania ha intentado defender desde su renacimiento posnazi.
Pero hablar de esto en Alemania sigue siendo difícil. Cuestionar a Israel puede ser leído como antisemitismo, mientras que callar puede ser complicidad ante nuevas injusticias. Este dilema revela una verdad incómoda: la memoria alemana no está en paz consigo misma. Hoy, muchos alemanes enfrentan una desesperación moral: ¿cómo honrar el pasado sin justificar el presente?
La tragedia del 7 de octubre de 2023, con 1,400 personas asesinadas y 252 secuestradas por Hamás, dejó una cicatriz profunda en la conciencia israelí. Pero la respuesta ha sido desproporcionada hasta el extremo de que, a la fecha, más de 62.000 palestinos han muerto en Gaza desde entonces. Esta devastación no se guía por justicia, sino por el combustible inagotable de la venganza. Israel no actúa ya para proteger a su población, sino para humillar, castigar, dominar y expulsar a los palestinos.
Además de los bombardeos y desplazamientos, se han impuesto restricciones deliberadas a la entrada de alimentos, medicinas y combustible, provocando una situación de hambre masiva. La ONU ya ha advertido que la población de Gaza vive en condiciones de inseguridad alimentaria catastrófica, y que niños mueren literalmente por falta de alimento y atención médica.
El derecho internacional prohíbe explícitamente el uso del hambre como arma de guerra. No es una opinión: es un crimen documentado. Por eso, la Corte Penal Internacional ha emitido una orden de detención contra Benjamín Netanyahu y parte de su gabinete, reconociendo que existen indicios razonables de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Y en toda esta oscuridad, miles de ciudadanos israelíes han salido a las calles para protestar contra su propio gobierno. Las manifestaciones en Tel Aviv no hablan de odio, sino de agotamiento moral: una parte de la sociedad israelí se niega a aceptar que su seguridad dependa del sufrimiento de otro pueblo.
Este conflicto —como tantos otros— revela nuestra hipocresía, mostrando un problema mayor: nuestra capacidad de condenar los crímenes del otro bando y justificar los de nuestro propio bando. Es más, nuestros crímenes nunca llegan a esa categoría: se amparan siempre en una narrativa complaciente. La moralidad se ha vuelto tribal, y el sufrimiento se mide según la bandera que lo causa. Esta doble vara ética está destruyendo las instituciones y el lenguaje mismo de los derechos humanos.
Porque esto no se trata de tener razón. La razón puede justificar cualquier barbarie si no está limitada por algo más profundo. La única guía moral válida no es la racionalidad ni el cálculo político: es la dignidad humana. Es el reconocimiento de que todas las vidas valen lo mismo, sin importar el origen, la religión o la narrativa histórica que las rodee.
Por eso también hay que decirlo con claridad: no se puede ser realmente religioso y estar del lado de la crueldad. No se puede invocar a Dios para justificar el sufrimiento del inocente. Estar del lado de quien quita la vida —sea quien sea— significa alejarse de cualquier horizonte espiritual. El Israel de 1948 no es el Israel bíblico de la diáspora y el exilio. No hay mandato divino que legitime la humillación de otro pueblo, y ningún relato sagrado puede reemplazar un principio tan básico como el respeto a la vida humana.
El Holocausto fue posible porque millones decidieron que algunas vidas valían menos. Hoy, Gaza es posible porque millones más han decidido lo mismo y otro tanto lo ignora, aunque usen otros lenguajes. La historia se repite, no porque todo sea igual, sino porque los mecanismos morales de justificación son los mismos.
Israel intentó decir “nunca más”, pero no supo que ese compromiso debía ser universal. Si el “nunca más” no incluye a los palestinos, entonces es apenas una frase vacía.
Y quizá lo más doloroso (y lo más urgente de comprender) es que la sociedad israelí del futuro se verá obligada a hacer el mismo recorrido que hoy hace Alemania: vivir con un peso de culpa histórica, interrogar su identidad colectiva, preguntarse cómo el pueblo que se percibía a sí mismo como víctima, e incluso como pueblo elegido, terminó justificando semejante crueldad. Se verá confrontada no con Hamás, sino con su propia conciencia. De la misma forma que Alemania no puede nombrar su pasado sin sentir vergüenza, Israel descubrirá que no hay victoria posible cuando la propia identidad queda moralmente rota.
El Nunca Más o es universal, o no significa absolutamente nada.
