Al gabinete de gobierno de la presidenta Xiomara Castro le llegó la hora de ser evaluado, porque, a estas alturas del mandato, ya no puede dar más de lo que dio. Toda la responsabilidad de ejecutar políticas públicas de los ministros y de la propia gobernante pasó este año a modo electoral, conscientes de que su rendición de cuentas final será juzgada conforme al resultado que arrojen las urnas.
La propia presidenta Castro pasa inaugurando a diario pequeñas obras de infraestructura en los diferentes departamentos. Un día presenta un tramo de carretera pavimentado, otro el adoquín recién puesto en una calle, algún proyecto de iluminación, una cancha deportiva, la ampliación de una escuela, una campaña de desparasitación, el local de una aduana fronteriza…
Es tan intensa su micro agenda fuera de Casa Presidencial que más de algún político de oposición pregunta con ironía ¿y entonces quién queda en su lugar tomando decisiones de Estado?
Más allá de la polarizada disputa política que existe en el país y que revive cada ciclo electoral, exigir la rendición de cuentas de un gobierno antes de finalizar su período es un derecho irrenunciable de la ciudadanía.
Lo que la sociedad espera de los altos cargos públicos es que informen con honestidad cómo han gestionado los recursos a su cargo y cuáles son los resultados estructurales en educación, salud, vivienda, economía, justicia, seguridad ciudadana, migración, y otros asuntos claves de interés general.
Honduras es un país empobrecido, pero no son pocos los recursos que se les entrega a los gobernantes para que los administren a favor del bien común. Oficialmente, la presidenta Castro en los cuatro años de su mandato dispuso de un presupuesto oficial de un billón 538 mil 564 millones de lempiras. ¿Un billón de lempiras? ¿Qué es eso?
El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define un billón como “un millón de millones”, es decir, un 1 seguido de 12 ceros (1.000.000.000.000): ¡Una montaña de dinero!
De entrada, para el año fiscal 2022 el Presupuesto General de la República aprobado por el Congreso Nacional sumó 308,000 millones de lempiras; 392,519 millones en 2023; 407,137 millones en 2024; y 430,908 millones en 2025. Buena parte de esos recursos sirven para pagar la burocracia y el servicio de la deuda pública (externa e interna), pero se espera algo más que una manita de pintura en inversión pública y social.
El punto es que el presupuesto general que se aprueba cada año no es un «cheque sin fondo» que pueden manejar a su antojo y en beneficio de intereses de grupo, como suele suceder. Ese dinero, financiado con impuestos y endeudamientos que paga el pueblo, es un instrumento financiero sujeto a controles, regulaciones legales y objetivos públicos de Estado.
Por muy irresponsables que sean nuestros congresistas, el presupuesto no se formula de manera arbitraria, sino con base en proyecciones de ingresos y necesidades de gasto del gobierno. Lamentablemente, la falta de información y la opacidad en la gestión de los fondos públicos es una constante que dificulta el control ciudadano y la supervisión de las políticas gubernamentales.
En general hay dos formas de evaluar el desempeño de un gobierno. La primera, es tratar de hacerlo con “objetividad”, lo que demanda analizar datos cuantitativos y cualitativos, con indicadores de desempeño que reflejen el cumplimiento de objetivos y metas establecidas. Ello posibilita, aunque sea difícil de hacerlo, analizar sin sesgos políticos o ideológicos. Algunas organizaciones nacionales intentan esas evaluaciones, a cambio de recibir palos como respuesta oficial.
El segundo enfoque es el subjetivo e implica formarse una opinión personal sobre el desempeño del gobierno, basada en la percepción individual y la experiencia. Es el que hacemos la mayoría de los hondureños y hondureñas. Este enfoque parte del grado de satisfacción que cada uno tiene con los servicios públicos, su nivel de confianza en las instituciones, o cómo valora el costo de sus compras en el mercado, en las pulperías o en los supermercados. Esa convivencia con la realidad cotidiana nos hace aprobar o aplazar la actuación de los gobernantes.
En la práctica las dos formas de evaluar se mezclan; no hay manera de evitarlo, pero el desafío es dejar que hablen los hechos. En ese sentido, es bonito ver a la presidenta rodeada de escolares cuando inaugura un aula, pero ¿qué tanto invirtió el Estado en las escuelas, colegios y universidades públicas para alcanzar condiciones físicas mínimas y adecuadas para el desenvolvimiento de sus actividades? O ¿Qué se hizo en materia de reforma educativa para mejorar la equidad en el acceso y la adecuación de la oferta educativa a las demandas sociales y productivas del país?
Es posible que escuchemos afirmar que “éste es el mejor gobierno de la historia”, pero no se trata, por ejemplo, de mostrar dibujos de hospitales cuando la promesa oficial era dejarlos construidos. Cualquier persona medianamente informada reconoce que no es sencillo gobernar, que el modelo de desarrollo económico y social que hemos tenido está en crisis permanente, pero la pregunta que deben responder las autoridades es ¿Cuál fue la alternativa real que propusieron y ejecutaron estos cuatro años o todo fue más de lo mismo?
